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lunes, 17 de octubre de 2016

El que nunca volvió


Era una noche como otra cualquiera, al menos para mí la normalidad incluía invitar a Aiden a cenar a casa. Era un poco egoísta por mi parte, pero me encantaba poder pasar un rato con él, aunque fuera breve. He de reconocer que él, mi novio, me mal acostumbró desde el primer día, pues siempre tenía alguna excusa por muy estúpida que fuera para venir a visitarme. No vivíamos cerca, a decir verdad mi casa estaba en Matogrande, y la suya pasando Cuatro Caminos. El tramo, a su ritmo, era de más de media hora. Reconozcámoslo, Aiden camina excesivamente lento, pero incluso para mí, que tengo un paso muy ágil, era un trayecto que se hacía más bien largo.





Recuerdo aquél día como si fuera ayer, él acababa de salir de entrenar, en el campo de la Leyma, algo más cerca de mi casa que de la suya, lo que le sirvió de excusa para venir a cenar porque decía que si no llevaba ningún alimento a la boca antes de las 22;59 se le pasaba el hambre. Todos los martes venía a casa, llegaba sobre las 22;30, se descalzaba antes de darme un beso y, tras dejar la chaqueta en mi cama, me preguntaba qué cenábamos hoy. Era una pregunta que no faltaba nunca, incluso cuando él traía la comida, recién recogida del telepizza que hay debajo de mi casa, cuestionaba si era eso lo que debíamos hacer o si mejor cocinábamos otra cosa. A veces me daba la sensación de que no le gustaban algunas de las cenas que yo preparaba, pero por no decirme que no, se lo callaba y tragaba con silenciosos aspavientos.

Esa noche hicimos tortilla francesa para cenar, con unas salchichas y algo de jamón que cortamos para picar. La tortilla era de las pocas cosas que Aiden sabía hacer, y cuando venía de buen humor, siempre quería hacerla. Le gustaba cocinar, fregar y recoger; nunca me dejaba hacer nada, y si lo intentaba, era capaz de bajar los interruptores de la luz -aunque ésta era su última arma- con tal de que yo no trabajase. Decía que ya me esforzaba demasiado como para, a mayores, andar haciendo de chacha para él. Me daba rabia que lo hiciese, pero en el fondo se lo agradecía, yo llegaba muy cansada a casa y si no fuera por Aiden, lo más seguro es me preparase un par de emparedados con un vaso de zumo. Todo con tal de quitarme trabajo de encima. Curiosamente los días que él entrenaba, martes y jueves, eran los mismos días en los que mi horario laboral me impedía llegar a una hora decente a casa. Era los días de reuniones, exposiciones, negociaciones... en definitiva, las jornadas más duras en la oficina.

Me acuerdo perfectamente de cómo iba Aiden, acababa de ir a la peluquería hacía apenas dos días, y llevaba esa media melena morena, pero a la vez brillante, que tanto me había enamorado. Vestía unos pantalones negros de chándal, concretamente del Spartak de Moscow, eran unos pantalones antiguos, de 2005, pero que conservaba a la perfección diez años más tarde. Sin embargo, por arriba no vestía la chaqueta propia de ese chándal -días atrás la había manchado- sino que lucía una sudadera negra del equipo en el que jugaba. No se la quitó en ningún momento para cocinar, aunque le dije que no hacía tanto frío como para andar en sudadera por casa.  Poco le importaba, era testarudo hasta para este tipo de cosas, si él decía hace frío al entrar en casa, se dejaba puesta la sudadera aunque yo subiese la temperatura de la calefacción. Aquel día hacía mucho frío, estábamos inmersos en pleno invierno, era el 20 de enero, y las calles rozaban los 5 gélidos grados. Además la humedad se había instalado desde hacía unos días en la ciudad, por lo que el frío que hacía era realmente extremo. En mi casa casi se triplicaba la temperatura, pero Aiden no quería quitarse la sudadera, pese a que leves gotas de sudor   -debidas al calor- recorrían la parte lateral de su cabeza.

No dudé en insistirle, hasta a mí me daba calor verle con ella puesta, pero no, es demasiado terco para reconocer que se equivoca. Su respuesta fue un tímido y fugaz beso, proseguido de un espasmo de satisfacción a la vez que se acercaba a los fuegos. Intenté abrazarlo por detrás, él estaba de espaldas, pero en cuanto di un paso al frente, giró la cabeza, negó levemente y con repetidos sonidos me impedía avanzar. Tú descansa, yo cocino. Encendí spotify, intentaba darle un poco de ánimo a la silenciosa cocina, y lo conseguí. Aiden empezó a bailar, por llamarlo de algún modo, mientras yo me reía de los gestos faciales que ponía. De pronto me agarró la mano y me sacó a bailar, lo cual no era una buena noticia. Sonaba Loaded Gun, lo que provocó que pareciésemos una versión mala del country. Todavía no se había terminado la canción cuando, de forma bruta, me metió un empujón para correr a la sartén. Tocaba hacer una nueva tortilla, pues la primera había quedado carbonizada.

Resulta extraño que aquél día hablásemos del futuro, no solíamos hacerlo, a él no le gustaba. La única vez que planificamos unas vacaciones con antelación, lo hizo él solo, a escondidas. Fue en mí vigésimo segundo cumpleaños, estuve a punto de tirarlo por la ventana cuando me contó que el billete ya lo había pagado él solo, nos íbamos a Amsterdam. Intenté por todos los medios pagar mi cuantía, pero no hubo manera. Llevo cuatro meses ahorrando, así que acepta los billetes o me voy con el perro, me dijo. El resto de las vacaciones que habíamos hecho juntos, habían sido por explosiones personales, unas veces me daba a mí por comprar unas entradas para algún festival, y otras aparecía él con la idea de ir a Lisboa el siguiente fin de semana. Hace tres meses estuvimos en Castellón, fue idea suya coger el coche y arrancar, el jueves anterior, a las cinco de la madrugada. Aquella noche fue distinta, no hablábamos de un plan cualquiera, sino de nuestro futuro general. Qué pasaría si te dijese que me quiero casar contigo, en una playa de Malpica, dentro de 7 meses? Me preguntó. Todo esto fue en el salón, mientras buscábamos desesperadamente un mando que no quería aparecer. En cuanto disparó ese hipnótico dardo, coloqué suavemente uno de los cojines que previamente había levantado. Miré hacia la izquierda, temblorosa, yo estaba de rodillas, él también, y sostenía un anillo de compromiso, a la vez que una pequeña lágrima recorría su cara.

Por un momento el pecho entero se me enredó convirtiéndose en una simple nuez, y justo antes de que abriese la boca para volver a preguntarlo, salté sobre él. Tras cinco años, uno de ellos esperando ansiosa por la proposición, tres ensayando el sí quiero ante el espejo, y dos más como pareja, solo supe darle besos en la mejilla, la frente y los ojos, todo lo que pillase a mi paso, a la vez que pronunciaba un tras otro, cada cual más alto que el anterior. Podría haber sido el día más feliz de mi vida, pero supongo que ya sabréis cómo termina esta historia. Un año más tarde la escribo, hoy que vuelvo a sentirme con fuerzas para decir que fuiste lo mejor que me ha pasado, pero que la vida debe seguir su camino, o eso es lo que tú querrías.

No fue un accidente de tráfico, ni una pelea callejera, solo fue estar mal situado en el momento equivocado. Un robo, una bala, una muerte. Es duro saber que la persona a la que amas fallece por el simple hecho de salir a la calle cinco minutos antes, o incluso cinco minutos después de lo que debía. Aiden se marchó a las 01;30, casi siempre lo hacía una hora antes, pero hoy, por una razón u otra, todo se alargó. Su derradero mensaje nunca llegó, y mi último cállate tonto tampoco lo leyó. Es duro saber que, si me lo hubiera propuesto otro día, hoy seguiría aquí. Pero así es la vida, todo cambia en un solo instante, para bien o para mal, todo cambia en un leve segundo.

Recuerdo que cuando estaba triste, Aiden me daba un beso en la frente, me abrazaba, y me decía: Todo va a salir bien. Eran las palabras mágicas, escucharlo salir de su boca me daba la seguridad necesaria para que mis miedos desaparecieran, o al menos se dispersaran. Era la frase que años atrás me decía antes de cada examen; habían sido las palabras que pronunció cuando me despidieron de mi anterior empleo; fueron las dieciséis letras que tartamudeó en el hospital, cuando mi madre estuvo cerca de la muerte. Ahora era yo la que debía empezar a decírmelo a mí misma, pues los obstáculos no son más que eso, una muralla que si no puedes bordear ni saltar, debes destruir para avanzar, pasar página o, a veces, cambiar completamente de historia.



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